Entre los siglos XVI y XIX, doce millones de africanos fueron enviados a América como mano de obra forzosa. Hacinados en los barcos negreros, muchos perecieron en la travesía.
A finales del siglo XV, los exploradores españoles y portugueses que llegaban a África no buscaban esclavos: el oro era su objeto del deseo. Tanto es así que hasta 1700 fue el oro, y no los esclavos, el producto africano más codiciado por los europeos. Pero la situación cambió con el desarrollo de las plantaciones de caña de azúcar. Los europeos buscaron esclavos para trabajar en esos cultivos, primero en las islas atlánticas orientales, como Madeira y Santo Tomé, y luego en el Nuevo Mundo.
El cultivo del azúcar requería una numerosa mano de obra dedicada a una actividad incesante y ardua, sobre todo durante la cosecha. Era un trabajo muy duro que los trabajadores libres europeos se negaban a realizar. De este modo, la creciente producción de azúcar favoreció el trabajo forzado.
Los asalariados europeos y los trabajadores forzosos empleados en la producción de azúcar solían sucumbir a las enfermedades endémicas de los climas tropicales donde crece la caña de azúcar. Por otra parte, las infecciones llevadas por los europeos a América habían diezmado la población indígena, lo que privó a los colonizadores de la mano de obra autóctona que deseaban, y que buscaron en África. En el siglo XVIII, el 40 por ciento de los esclavos estaba empleado en plantaciones azucareras.
Pero el predominio de la mano de obra esclava africana no se produjo de repente. Los esclavos africanos o los descendientes de africanos se convirtieron en la fuerza de trabajo mayoritaria en las plantaciones brasileñas únicamente a partir de 1600. Antes de esta fecha, los amerindios fueron la principal fuerza de trabajo en las tierras dedicadas al azúcar. Y en 1690 había en el Caribe británico más trabajadores forzados europeos y amerindios que descendientes de africanos. La transición final hacia una fuerza de trabajo que en su mayor parte descendía de africanos debe atribuirse, en parte, al descenso demográfico de las poblaciones esclavas en América. El número de defunciones superaba al de nacimientos en todas partes excepto en América del Norte, de manera que se necesitaba un flujo constante de nuevas capturas para mantener en funcionamiento lo que el historiador Philip Curtin llamó el «complejo de plantación».
Los Estados europeos pensaron que el monopolio era el medio más eficaz para controlar el tráfico de esclavos. Para organizar este comercio se sirvieron de compañías comerciales dotadas de cartas de privilegio, como la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Estas empresas acabaron por actuar como intermediarias, supervisando a los comerciantes privados europeos y regulando su interacción con los africanos. Pero no todos los países europeos tuvieron puestos comerciales en la costa africana. España, por ejemplo, renunció a tener bases en África de acuerdo con el tratado de Tordesillas (1494), que otorgaba a los portugueses el dominio sobre el hemisferio oriental en el que se encontraba África. Por ello, para abastecer de esclavos su imperio americano, España recurrió, hasta 1640, a comerciantes portugueses y luego a holandeses, franceses y británicos.
Los traficantes europeos llegaban a las costas africanas cargados de mercancías para intercambiarlas por esclavos. Éstas eran muy variadas. En gran parte eran textiles, con frecuencia procedentes del Asia meridional, pero el alcohol, las armas de fuego, las herramientas y los utensilios manufacturados también eran importantes medios de pago, al igual que las conchas de un caracol marino, el cauri, usadas como moneda. En el siglo XVIII, los comerciantes holandeses e ingleses llegaron a importar hasta 40 millones de conchas al año.
Los europeos se aventuraron pocas veces en el interior de África en busca de esclavos. Se veían confinados en la costa por decisión de los soberanos africanos y también por la presencia de enfermedades letales. Los africanos controlaban el tráfico de esclavos de la costa hacia el interior, mientras que los europeos se limitaban al embarque. De este modo, los dirigentes africanos dominaban las relaciones comerciales, controlaban el destino de los cautivos y exigían a los europeos el pago de elevados impuestos por la compra y exportación de los esclavos. Los agentes africanos eran responsables, asimismo, de la esclavización y el transporte de los capturados hasta la costa. Los prisioneros de guerra representaban la mayor fuente de esclavos, pero también había personas acusadas de delitos como asesinato, brujería, deudas o robo, o que, simplemente, habían caído en desgracia.
La esclavitud era general en África antes de la trata atlántica (el comercio de esclavos por el océano Atlántico), de manera que los comerciantes europeos se introdujeron en un mercado que ya existía. Antes de 1600, sólo un cuarto de todos los esclavos que salieron de África lo hicieron como parte de la trata atlántica. Fue en el siglo XVII cuando el tráfico de esclavos atlántico llegó a los dos tercios del total del comercio de esclavos africano. En definitiva, los europeos únicamente controlaban la dimensión oceánica del tráfico de esclavos en África.
El viaje en barco, conocido como middle passage o «pasaje medio», duraba entre dos y tres meses, dependiendo de los puertos de salida y llegada. El abolicionista británico William Wilberforce (1759-1833) declaró que «nunca se vio tanta miseria condensada en un pequeño espacio como en un barco negrero durante el middle passage». En una de estas naves podían hacinarse más de cuatrocientos cautivos, separados en tres grupos: hombres; adultos jóvenes, y mujeres y niños. A las mujeres se les entregaba ropa ligera, y a menudo sufrían violaciones por parte de la tripulación y el capitán. Los hombres permanecían desnudos cuando hacía buen tiempo y por la noche se los trababa juntos bajo la cubierta.
Las condiciones del viaje eran pésimas y las tasas de mortalidad llegaron al doce por ciento a lo largo de cuatro siglos, pese a los esfuerzos de los esclavistas para preservar el valor de sus cargamentos conservando la salud de los esclavos. Un medio para conseguirlo era el ejercicio físico. Se forzaba a los cautivos a subir a cubierta para que cantasen y bailasen, y si se negaban a participar en estas actividades podían ser golpeados. Pero los esclavos morían pese a la seudociencia y a las supersticiones europeas. La disentería y otros trastornos intestinales eran las causas de muerte más comunes, aunque también se cobraban muchas vidas las enfermedades transmitidas por los mosquitos, como la malaria y la fiebre amarilla, junto al escorbuto y las dolencias respiratorias.
A algunos cautivos se los obligaba a menudo a trabajar en tareas como limpiar los habitáculos de sus compañeros bajo cubierta o vaciar los calderos de materia orgánica y fecal endurecida y otros fluidos corporales. Las mujeres se ocupaban sobre todo de la preparación de la comida, basada en arroz, ñame y cereales, que constituían los componentes básicos de la dieta a bordo. En alguna ocasión, se podía recompensar a los que realizaban estas tareas añadiendo un poco de licor o tabaco como extra a las exiguas raciones de alimentos.
Es importante recordar que los marineros europeos también sufrieron en los barcos negreros. Para ellos, la costa occidental africana era el peor de todos los destinos posibles, y con frecuencia se enrolaban tan sólo por la desesperación y debido a la falta de otras opciones. Un comerciante de esclavos del siglo XVIII consideraba a su tripulación «esclavos blancos», llamándolos de forma despectiva «la hez de la comunidad». La mitad de los europeos que viajaron al África occidental en el siglo XVIII perecieron, sobre todo debido a la malaria y la fiebre amarilla. Los marineros europeos que sobrevivieron colaboraron activamente en el control de su cargamento humano. Solían mantener el orden entre los esclavos, aplacando el descontento y administrando castigos corporales. La amenaza de rebeliones era algo real, y las medidas para prevenir las insurrecciones cuando los barcos negreros debían transportar una carga humana mayor de lo habitual incrementaban el coste total del viaje.
Asimismo, los marineros debían preparar a los esclavos para su venta. Cuando el barco se aproximaba a su destino, los marineros quitaban los grilletes de los esclavos para curar las rozaduras, limpiar y afeitar a los hombres, suprimir los cabellos blancos o teñirlos de negro (para acentuar la virilidad y juventud) y untarles el cuerpo con aceite de palma.
Los beneficios del comercio de esclavos han sido objeto de grandes debates. Algunos historiadores, como Eric Williams, opinan que estas ganancias fueron la base de la Revolución Industrial europea. Sin embargo, otros autores afirman que los beneficios medios de cada viaje negrero individual suponían tan sólo, de media, de un 5 a un 10 por ciento. Un punto de vista diferente sobre esta cuestión consistiría en examinar cuántas vidas y cuántos negocios se basaron en el tráfico de esclavos y en la esclavitud, desde los agentes de seguros de los barcos, el capitán y la tripulación, pasando por los suministradores de alimentos para el viaje y, finalmente, los propietarios de esclavos y los intermediarios que vendían los productos producidos por los esclavos.
Desde esta perspectiva, la importancia del comercio de esclavos atlántico para la economía global fue extraordinaria y afectó a todos los sectores económicos europeos, incluso en los países que no poseyeron colonias ni esclavos. Pero el coste en vidas humanas y sufrimientos fue incalculable y terrorífico, y su pernicioso legado ha repercutido hasta hoy en la mayoría de las sociedades de África, Europa y el Nuevo Mundo.
-National Geographic